Una historia conmovedora.
Publicado por rafagutierrez, Posteado enOpinión
En esta historia los protagonistas son Luigi y Susanna.
Luigi un chico fascinante, que se declara ateo, pero que empieza a escuchar las catequesis del Camino Neocatecumenal; y Susanna, una buena chica, estudiosa, pero distante y esquiva, que aunque asiste a la parroquia no siente que ama particularmente nada.
Esto da pie a que Susanna Bo, escritora, presente el libro autobiográfico titulado: “La buena batalla”.
En él, se “fotografía”: el inicio de su amor, la crueldad de la enfermedad, los particulares caminos de la fe, y la lente o la óptica a través de la que se “lee” o se puede leer la historia de este y tantos otros encuentros.
En el comienzo Susanna explica:
Oí hablar de él, por primera vez, porque mis padres que eran catequistas me contaban cómo habían ido los encuentros, y un día contaron:
- “Le preguntamos a un chico: si se encontrara con un ateo y tuviera que explicarle por qué cree en Dios, ¿qué le diría? Y él respondió. No le diría nada porque yo también soy ateo”.
En ese entonces no podía saber que de ese ateo dependería mi vida futura.
Y, sin embargo, a pesar de no saber nada de él, comencé a preguntar a manudo a mi madre por las catequesis.
Mi parroquia, algún tiempo después, organizó un encuentro de jóvenes y fui con una amiga:
- “Mi amiga y yo nos dedicamos a estudiar a los recién llegados, pero no encontramos a nadie digno de atención, a excepción de un chico alto, con una chaqueta azul, que se sentó en el banco frente a nosotros. No estaba mal, de hecho. Tendría nuestra edad. Lo miré mucho, esa tarde”.
Al volver a casa le pregunté a mi madre:
- “Conoces a un tal Luigi. Sabes quién es”.
Ella me contesto:
- “Sí, es el ateo”.
Como sucede a menudo, el enamoramiento es cuestión de un momento y en mi caso fue en la Biblioteca municipal.
Ese momento representó, al menos para mí, el inicio del enamoramiento. Un enamoramiento que progresivamente nos involucró a ambos en una verdadera historia de amor.
Durante este periodo Luigi sufrió las primeras cirugías en el cerebro por la presencia de un meningioma, un tumor benigno pero reincidente.
Pocos meses antes de la boda, manifestó una grave crisis epiléptica mientras conducía el coche viajando conmigo. Yo por primera vez me di cuenta de la enfermedad de mi futuro marido.
La tarde anterior a la boda mi padre, al notarme nerviosa, intuyó que tenía que ver con el fantasma del tumor de Luigi. Mi padre me dijo:
- “¿Lo amas?” Olvídate de la casa, del dinero, de los invitados, de mí, de tu madre, de tus suegros e incluso de él. Olvídate de todo, por un segundo.
- “¿Lo quieres? ¿Amas a este muchacho?”
- Y si en este momento decides que no estás segura recuerda que nadie, ni siquiera el Padre eterno, tendrá nunca el derecho de juzgarte.
Pero antes de escoger responde a mi pregunta:
- Porque es seguro que sufrirás si te casas; pero si lo amas sufrirás aún más si no te casas.
- ¿Se curará? Lo esperamos. ¿No se curará? ¿Llegarás al punto de tener que limpiarle el culo? No te pesará, si lo quieres. Te parecerá que limpias a tu hijo.
Yo había entendido perfectamente lo que, mi padre, había querido decirme. Dependía de mí. (…)
Al día siguiente, él y yo, Luigi y Susanna, éramos marido y mujer.
Tras una espléndida luna de miel, Luigi y yo empezamos nuestra aventura de esposos, desde el principio tuve que hacer frente a la salud precaria de él.
Las manifestaciones de su salud fueron inicialmente interpretadas por mí como que él tenía un escaso interés por mí y por la vida de pareja.
Con poca distancia entre sí, nacieron nuestras dos hijas.
Y mientras, la progresiva enfermedad de Luigi empeoró; haciéndose necesarias más, y más dolorosas, las cirugías.
Yo vivió el drama de la enfermedad apoyando a Luigi bajo el perfil práctico y emotivo, pero desarrollando un sentimiento de rabia y de desconfianza en relación a Dios, aunque continuaba asistiendo a la comunidad y a recibir los sacramentos, en gran parte para complacerle a él.
Al contrario que Luigi, que aunque cansado y empobrecido en sus facultades por la enfermedad, reforzó su relación con Dios rezando el rosario todos los días y dirigiendo constantemente la mirada a un gran crucifijo que quiso poner en la sala de su casa.
Cuando llegó el momento de la fase terminal de la enfermedad, yo me veía obligada a enfrentarme a la angustia del adiós:
- “Los médicos me decían: que le hablara, que le tocara, que le hiciera sentir mi cercanía, pero no siempre lo lograba. A veces sólo deseaba que terminara todo lo más rápido posible. Mientras más me acercaba, menos lograba decirle adiós. Sólo la última tarde lo logré. Me acerqué a su rostro y le dije que era hermoso, que era maravilloso.
Sabía que le quedaban pocas horas de vida, y quizá por este motivo pensé que si hubiera podido hablar me habría dicho:
- “Oh finalmente. Has dedicado tiempo para entenderlo. Quería sólo algunas caricias Como siempre lo habíamos hecho, antes de dormirnos. Ahora estoy contento. Ahora puedo irme a dormir”.
Las enfermeras del turno de noche me dejaron dormir con él.
- Al mediodía del día siguiente “mi indio” me dejo”.
Al inicio del funeral tome la palabra para recordar a Luigi:
- “Cinco minutos después de haber terminado de hablar, no me acordaba ya de lo que había dicho; quizá algo sobre el hecho de no tener miedo. Porque en una altura de nuestra relación tuve mucho miedo. Tuve miedo de que todo lo que habíamos esperado y creído en aquellos años no fuera verdad”.
- “Tuve miedo que no hubiera nada después de la muerte. Que la fe fuera una especie de chiste que se cuenta en los momentos difíciles, para levantar la moral. O un salvavidas medio inflado para hundirse menos rápidamente en la depresión. Pero me había equivocado, por suerte. Y lo dije, lo quise decir frente a todas esas personas, que la fe no es un chiste. Ni una mentira piadosa, como había pensado en algún momento. La fe es una realidad concreta, pero es sobretodo un don, y se puede pedir de una sola manera: orando. Como hiciste siempre tú. La última semana en Brescia me dije a mi misma que te ayudaría a creer en el Paraíso. Y sólo en tu funeral me di cuenta que fuiste tú en cambio, en diez años, quien me ayudó a mí. Y sentí que me ayudaste en el funeral, cuando hablé”.
- “Lo que sentí mientras celebramos tu funeral fue algo similar a una resurrección”.
No se cómo decirlo de otra manera: me sentí feliz:
- “Es realmente difícil describir la alegría pura”.
“Es como intentar describir un pastel y su delicioso sabor.
Lo ideal sería probar una rebanada”.
Quizá por eso me sentí así:
“Porque, al no poderme describir el Paraíso, decidiste darme una probada”.
Fuente: http://es.aleteia.org/