Este post es una transcripción del capítulo con el mismo título de mi podcast «El Guante Azul». Deseo publicarlo en este espacio con el fin de que pueda llegar a más gente. Gracias a «Cartas al Director» por hacerlo posible y gracias a todos los que me lean e incluso compartan estas líneas o el podcast original, cuyo enlace dejo más adelante.
De fondo estaba escuchando “Ni tú ni nadie” mientras mi cabeza andaba procesando hechos sucedidos recientemente que me han removido en lo más profundo.
Ahora, repito en mi cabeza aquel estribillo que tantas veces, en fiestas, he coreado con amigos y desconocidos: “¡Qué difícil es pedir perdón!” Y hoy, me pregunto: ¿tan difícil es? Me lo pregunto a nivel personal, pero también como profesora: ¿Soy yo tan infalible que nunca debo pedir perdón a mis alumnos?
Ya seas un alumno, un compañero docente o un familiar, me gustaría que me acompañaras en esta reflexión.
Dar clase es cada vez más difícil, os lo aseguro. Aunque no va de esto este capítulo, debo decir esto de antemano. Y no por justificar nada, sino porque es una realidad. No obstante, la dificultad en las relaciones entre profesores y alumnos hoy en día es la misma que la que observo en el resto de relaciones personales. No sé qué nos pasa, qué se ha instalado en el mundo que la susceptibilidad está a la orden del día, en todo momento y en cualquier situación. Y lo que pasa en una clase es fiel reflejo de lo que acontece en la vida cotidiana. Es como un subsistema. Una minisociedad dentro de la gran sociedad.
Generalmente, como quiero pensar que les ocurre al resto de mis compañeros, gestiono bien mis clases, pero debo confesar que, a lo largo de los años, he acumulado no pocas ocasiones en las que no he tenido las mejores formas ni palabras con una clase en concreto para resolver algún conflicto. La paciencia tiene límites y los profesores no estamos hechos de un material diferente a cualquier otra persona, lo mismo que ocurre con los padres. Así que, hay veces en la que la cosa se nos va de las manos y una vez toman ese rumbo que nunca hubieras deseado es difícil parar y volver a empezar desde la calma. Porque, por desgracia, no hay un interruptor mágico que de repente haga rebobinar y borrar ese instante en el que debiste optar por el camino de la serenidad, de la buena gestión. Cuando esto ocurre, te encuentras de pronto ante más de 30 alumnos y, o sigues hacia delante, o crees que te van a comer.
Me ha pasado. Es lamentable y lo confieso avergonzada. pero luego, cuando te vas, cuando llega la quietud acompañada del malestar, de la culpabilidad de no haberlo hecho bien siendo tú el adulto, entonces, siempre acabo optando por lo que mi verdadero ser me dicta.
Llega el siguiente día, la hora de volver a entrar en esa clase y un poco vas temblando, la verdad, pero segura de hablar con el corazón, yo pido disculpas. Y en ese momento la paz me invade. Porque no importa que llevara todas las razones del mundo para abroncar a mis alumnos el día anterior, ni siquiera importa si alguno de ellos se comportara de manera impertinente, lo que importa es que mis razones se evaporaron cuando perdí las formas, sobre todo porque soy yo quien debo dar ejemplo de todo lo contrario. Por ese motivo, por encima de todas mis justificadas razones, yo pido disculpas con el orgullo que me hace saber que estoy haciendo lo correcto.
Me da igual que seas un alumno, o un colega o una madre o padre, ¿alguno de vosotros de verdad piensa que pedir perdón nos hace más débiles ante el otro? A mí, la vida me ha demostrado que no. A mí, mis años de profesión me han demostrado que la humanidad que transmite el que comete un error y lo siente y lo hace saber con humildad, gana el respeto de los alumnos de una forma que ninguna amenaza, castigo o sanción consigue.
Nada te acerca más a otro que sentirte identificado con él. Y si en algo todos somos iguales es que inevitablemente todos cometemos errores, todos tomamos malas decisiones y todos gobernamos mal en algún momento de nuestras vidas nuestras interacciones sociales. Por eso, la catarsis que se produce ante una disculpa sincera es casi inmediata y, por supuesto, sanadora.
Me siento afortunada de ser una persona que, al contrario de lo que cantaba Alaska, no encuentro tanta dificultad en pedir disculpas. Creo que, como ya he dicho, es una cuestión de tener claro que hacerlo me hace mejor persona.
Pero qué pasa con esos profes que no lo asumen así? Aunque están hechos de la misma pasta que cualquier otro tipo de persona a la hora de errar, no son cualquier tipo de persona a la hora de reconstruir los desastres. Ahí sí que hay que tener clara la esencia de nuestra vocación. Por lo tanto, entramos en un terreno de escombros peligrosos…
No importa cuál fue la discusión que se desmadró. Estoy segura de que probablemente tenías todas las razones de tu parte, pero todas las perdiste, cuando perdiste los modos.
Un alumno, inesperadamente, se alza enfadado, pero más tranquilo que el resto de compañeros que protestan ruidosamente ante tus propios ruidos. Quiere hacerse escuchar, lo exige tajante, pero sin violencia,sintiéndose seguro de que tiene derecho, como tú, de dar sus razones. Es corpulento, su voz es grave, su aspecto más maduro de lo que probablemente se espera para su edad. Tal vez lo que vive fuera de esas cuatro paredes otorguen a su mirada o a su gesto un talante que sencillamente impone. No hace falta que grite, ni que verbalice con palabras soeces. Tal vez hubiera sido más fácil lidiar con alguien que así lo hubiera hecho. Pero él, a pesar de la situación, solo hace uso del derecho que cree tener y se atreve incluso a exigir que te calmes y te dirijas a ellos con respeto.
Seguramente eso encienda aún más tu cohete interno que ya ha entrado en barrena e incapaz de volver atrás, justificas tus desprecios. En el uso de las palabras eres mejor, eso sí que juega a tu favor. Pero aunque trates de apelar a tu autoridad, hace rato que la perdiste delante de esos que ya no saben quién eres ni lo que estás haciendo. Te sientes amenazado por un gesto de ese chico, aunque tú mismo has levantado la mano tan solo un instante antes. Pero no eres tú el que retrocede, es él quien reconoce que los dos habéis hecho mal y trata de dar ese paso atrás. Te sientes amenazado, pero en realidad, aunque en ese momento no te das cuenta, la amenaza eres tú mismo.
El alumno que se puso en pie, dando la cara por el resto, exige ir juntos a dirección. En ese momento, lo único que quiere es que otros adultos intervengan, medien, porque está claro que la discusión no va a llegar a ningún buen puerto.
Lo has interpretado todo muy mal. Decides que los gestos y las palabras del alumno han sido incorrectos, obviando que tus gestos y tus palabras fueron las primeras incorrectas. Decides que él, por ser el alumno, debía aguantar el chaparrón, los gritos, el desprecio que has mostrado ante unas calificaciones, que si bien no son ellos, son el malogrado fruto de un esfuerzo que, para ellos, duele más que para ti, por cierto. Decides, como digo, que tu huída hacia delante es que el alumno debería haber tolerado toda tu actuación, aunque jamás nosotros, como profesores, toleraríamos una actuación similar por parte de ellos. ¿No te das cuenta de cuánta hipocresía hay en todo esto?
Vuelvo atrás en mi relato. Yo he estado alguna vez en una situación parecida. Y la respuesta a la pregunta anterior es que no. No te das cuenta. No en ese momento.
Pero luego… Luego sabes perfectamente que metiste la pata hasta el fondo y es ahí cuando debes elegir. porque se trata sencillamente de eso, de elegir. Si lo piensas, debería ser fácil elegir lo correcto, porque esos chavales han hecho justo lo que decimos que queremos conseguir con la educación, que sepan tener criterio propio, que defiendan sus ideas argumentando… ¡Joder, fuiste tú el que no estabas escuchando!
Ya os he contado cual es mi elección en esos lamentables casos. pero, como imaginaréis, no es el camino que eligió este profesor.
El alumno se enfrenta a una grave sanción por el parte redactado de lo ocurrido en el que el profesor le acusa de haberle amenazado y de haberse sentido humillado y vejado e incluso haber temido por su integridad física.
El alumno se siente frustrado porque sabe que eso no ha sido así, que ésa no ha sido su intención; para él es una burda mentira la que le va a llevar a una expulsión de un mes, que es lo que ha pedido el profesor, que puede llegar a costarle el curso.
El alumno trata de dar su versión, aunque siente que es cosa perdida porque ante la palabra de un profesor la suya queda invalidada. Lo ha vivido así otras veces. Alega sin mucho acierto desde la rabia.
Cuenta con el apoyo de toda su clase, pero sigue sintiendo que no tiene nada que hacer. Internamente toma la decisión de abandonar 2º de bachillerato a menos de dos trimestres para graduarse si, como teme, es expulsado un mes, pues se siente incapaz de conseguir superar las materias teniendo que faltar más de lo que ya debe faltar porque tiene que compaginar el estudio con un trabajo.
El alumno trata de buscar ayuda en otros profesores en los que confía, alguno hay. Incluso se acuerda de mí, que le di clase el año pasado. De hecho, a pesar de llevarnos bien desde el principio de curso, tuvo un enfrentamiento conmigo, aunque el desenlace de aquel capítulo fue muy diferente, porque los dos tuvimos a bien querer solucionarlo. En primer lugar, yo redacté un parte sin sesgar la parte en la que yo me equivoqué y eso condujo a asumir su responsabilidad en lo ocurrido, a pedirme disculpas y a darme la oportunidad de pedirlas yo también a él. De aquello surgió una conversación en la que él comprendió que no puede esperar que los profesores seamos telépatas, que debe pedir ayuda cuando la necesita, al menos, expresar lo que le pasa para que el otro pueda comprenderlo.
En otro momento, tal vez, este alumno no hubiera confiado en otros profesores ni hubiera buscado ayuda en ellos, pero quiero pensar que, gracias a lo que ocurrió el año pasado conmigo, en esta ocasión ha sido capaz de hacerlo. Tras los consejos recibidos por estos profesores, entre los que incluyo las largas charlas que él y yo hemos mantenido en los días posteriores al suceso, el alumno calma su rabia y hasta consigue encontrar la empatía que debía haber tenido otro en primer lugar para escribir una disculpa, la única que cree tener que dar.
Yo he podido leer esa carta, de hecho, me pidió ayuda para corregir su ortografía, alguna que otra coma y mejorar su redacción, aunque no he tocado en absoluto la esencia de lo que quería escribir. Son sus sentimientos de cabo a rabo. Me llenó de orgullo leerla, me ha llenado de orgullo que acudiera a mí y me llena de orgullo ver el hombre en el que se está convirtiendo.
Iba a estar aquí hoy, leyendo en directo esa carta para compartirla con vosotros y para acompañarme en una tertulia posterior, con la intención de que todos aprendamos algo de esto que ha ocurrido y seamos capaces de mejorar, pero ya ha sido determinada su sanción. Aunque no es de un mes, lo cual indica que, a pesar de que él sienta lo contrario, las personas que han decidido el castigo, han tenido en cuenta que el profesor tampoco actuó correctamente, finalmente se va expulsado diez días. Creo que lo sabe y ya ha tomado la decisión.
No está, pero le prometí que seguiría adelante con este podcast con o sin él. Estoy retrasando la publicación de este capítulo, a la espera de que se comunique conmigo y me haga saber que estoy equivocada, que quiere compartir conmigo este rato de reflexión, que quiere leer su carta para vosotros, que volverá a las clases y le veré graduarse, pero ya lleva dos días sin aparecer por el centro. Tal vez no quiera ni recibir la expulsión formal, tal vez esto ha sido la gota que ha colmado su vaso y le esté sirviendo de excusa para irse lejos y dejar atrás todo un mundo del que su profesor no es consciente pero que, en gran medida, ha forjado su carácter, ha determinado que, una vez llegada una edad, ya no pueda admitir que alguien le grite más. Y si se marcha, es cierto que no será culpa de ese profesor, es su decisión. Este evento no es suficientemente importante para cargar con esa responsabilidad, pero, maldita sea, era un cordón a punto de deshilacharse y tal vez tuvimos la oportunidad de conseguir mantenerlo sujeto unos meses más. Porque si se va, ahora no, pero seguro que en no mucho tiempo se dará cuenta de la gran diferencia que supone tener o no su título. No importa que no tengas la idea de hacer una carrera universitaria, tal vez nunca lo necesites, pero la cuestión es no cerrarse puertas. Sé que tienes planes que en este momento te saben a libertad, que es lo único que deseas y, tal vez ahora ese papel no tenga importancia, pero la vida da demasiadas vueltas, como para no asegurarte lo más que puedas. ¡Y te queda tan poco!
En una parte anterior a mi relato, comentaba que cuando la clase se te va de las manos hay un momento en el que ya solo ves dos opciones: matar o morir (metafóricamente hablando), pero hay una tercera, una que nos dejó Aute en una hermosa canción con la que despediré mi capítulo de hoy: Entre morir o matar, prefiero AMAR. Ya sé que es imposible conocer las circunstancias de cada uno de nuestros alumnos, y cuanto más mayores se hacen, más difícil es porque se tornan más celosos de su intimidad, pero si tuviéramos siempre presente que tras cada alumno o alumna puede haber un hilo a punto de romperse, tal vez, solo tal vez, podríamos tener siempre más presente la opción de amar. De conjugar ese verbo cada vez que reñimos, que aconsejamos, que explicamos… Cada vez que hablamos. Y, sobre todo, cuando como humanos que somos, no lo hacemos del todo bien, debemos amar para poder rectificar. Porque, tal vez, de ese gesto dependa el futuro de esa persona.
No, ser profesor no es nada fácil, en momentos como este soy más consciente que nunca de la grandísima responsabilidad que tenemos. Ojalá fuéramos infalibles, ojalá los padres lo fueran, pero no lo somos, por eso a lo más que podemos aspirar es a ser humildes y tener más capacidad de comprensión.
Esta semana, tras todo lo ocurrido con este alumno, tras todo lo que a mí me ha removido, he ido a un aula colindante a otra en la que yo imparto clases. No nos separa ni un verdadero tabique y son chicos muy ruidosos. Molestan mucho incluso cuando están con su profesor, así que hace relativamente poco, perdí los papeles y aporreé literalmente la puerta que nos separa, desesperada por no poder explicar a los míos. Importándome poco lo nada educado, ni educativo que fue ese gesto. Eso sin contar la falta de respeto que tuve con el compañero que allí se encontraba. Durante el fin de semana pasado tomé la decisión de que lo primero que haría al llegar el lunes sería ir a esa clase a pedir disculpas por mi gesto. Y puede que a ellos les dé igual, puede que no sirva para nada, tal vez, pero yo debía hacerlo, porque debo dar ese ejemplo. Porque no puedo dejar que aprendan que dar un porrazo es correcto y, si yo lo hago, ellos también se verán más tarde en el derecho. Creo que la idea ya está clara, pero por si acaso, lo diré de nuevo: Tengo clarísimo que volveré a equivocar el gesto en alguna ocasión, aunque tenga la firme intención de que no vuelva a ocurrirme, pero jamás, jamás dejaré de pedir perdón cuando, desbordada por las circunstancias, no sea capaz de controlar mis emociones. Lo que pasa en un momento de calentón es inevitable, lo que haces después es lo que marca la diferencia.
Todo cuanto os he contado lo he contado desde mi punto de vista como profesora, pero se puede aplicar en cualquier relación con otra persona. Da igual si tratamos de la relación entre padres e hijos, entre amigos, entre pareja… Da igual quién inicie una disputa o quién la acabe o quién lo haga peor. La cuestión es que, cuando la tormenta pasa, todos deberíamos ser capaces de mostrar generosidad y disculparnos por la parte que nos toca. Incluso si pensamos que no erramos en nada, os aseguro que la otra parte pensará que sí, así que disculparse por la percepción que pudiste causar ya es construir un puente para el perdón.
¡Cómo me hubiera gustado charlar contigo sobre estas cosas, Sulayman! Escuchar tu carta y hablar luego de percepción, de prejuicios, de construir, de lo que te hubiera gustado cambiar, de lo que te hubiera gustado que tu profesor cambiara, de qué te gustaría que los que nos escuchen tomaran nota. Desde luego, este podcast se hubiera enriquecido mucho con tu presencia. Sin embargo, no estás aquí a mi lado y me deja un sabor amargo el fin de este capítulo porque siento que tu ausencia es un fracaso de mi labor como profesora. Espero que tus sueños se hagan realidad a pesar de lo que decidas ahora, espero que sea lo que sea que hagas en este mundo seas sobre todo feliz. Sabes que, cuando quieras, tienes en mí a una amiga que te respeta. Gracias por haberme mostrado un poquito de tu corazón.
Amigos, debo despedirme ya. Podéis encontrar éste y otros capítulos de El Guante Azul en Spotify y en mi blog http://www.enmiotraclase.worpress.com Aunque, sinceramente, me basta con que escuchéis (leáis) éste y sirva para remover vuestras conciencias. Si al terminar os acordáis de alguien con quien estéis en malos términos y decidís dar el paso para disculparos y construir ese puente que os acerque, yo habré hecho algo bueno y Sulayman habrá ganado. Si os ha tocado un poquito esta historia, compartidla, difundidla. Entre morir o matar, prefiero amar…