Todos nostros, aunque no seamos conscientes en la inmensa mayoría de casos, hemos sido programados mentalmente y tenemos un programa individual, que nos dice cómo han ser las cosas para poder sentirnos felices. Dicho programa, por cierto, ni tan siquiera lo hemos instalado nosotros, sino que fueron nuestros padres, la sociedad, el grupo político o religioso, nuestra «educación» la que formateó nuestro disco duro.
La raíz del sufrimiento viene de ahí, de que pretendemos en todo momento hacer coincidir la vida con esa progración. Nuestro crebro, por tanto, no nos deja experimentar la vida tal y como se desarrolla, para poder trasformarla entonces, y solo entonces, sino que es nuestro programa mental el que continuamente nos sabotea, nos hace sufrir, nos lleva a vivir con orejeras mentales y sufriendo los rigores de nuestra emotividad condicionada, que nos sacude cuando los sucesos de la vida no responden a ese programa con el que nos «educaron», padres, profesores, sacerdotes, líderes políticos, etc…
Pero hay aún más, porque incluso para proteger esa programación, también fuimos programados para no abrigar sospechas ni dudas, para confiar ciegamente en nuestras tradiciones, culturas, religiones. Todo ello para no tener que experimentar sufrimiento, desesperación, miedo.
Antes de seguir, quisiera hacer una distinción entre placer y feicidad. Placer es una cuestión superficial, que obedece a la mera gratificación fisiológíca o emocional (experimentar aquello que coincide con nuestra programación mental, que decíamos). Felicidad, sin embargo, es una cuestión distinta, difícil de explicar (¿como poder explicar la luz a un ciego?), y proviene de un estado de comprensión de las causas de nuestra infelicidad. De las causas de nuestro sufrimiento y preocupaciones, de nuestro miedo. Lo que nos hace sufrir es la experimentación de una realidad de la vida que no obedece, o concuerda, siempre a nuestra programación.
Ser capaces de entender esto, de comprender que somos libres y podemos abandonar nuestros condicionamientos aprendidos, nuestros apegos a las cosas, a las personas, o de seguir esclavos de nuestros deseos superficiales, es el principio de la felicidad.Entender, también, que podemos ser felices con lo que tenemos, en cada momento, sin tener que estar continuamente echando de menos lo que nos falta.De rescatar, al fin y al cabo, nuestro ser de la programación, de este lavado de cerebro político, religioso, familiar y social en general.
El truco del almendruco es comprobar cómo podemos ser felices no solo a través de la consecución de metas futuras (de forma espurea, sino viviendo el aquí y ahora, el eterno aquí y ahora. Y cambiar el sentido de nuestra reflexión que, en vez de dirigirla permanentemente hacia fuera (que también), deberemos trasladarla con frecuencia hacia dentro. Para no vernos obligados ya a cumplir con ninguna programación externa, sino solo a seguir nuestros anhelos más profundos. Los de eso que llamamos «el corazón».
Y recuperar así la senda perdida y no volvernos a perder. Para poder crecer como personas libres. Como seres humanos, conscientes de su esencia profunda e inmaterial.