La dispersión en múltiples áreas o sistemas de pensamiento o conocimiento nos debilita y nos hace presas fáciles de la manipulación.

La cúpula del poder lo sabe, y se aprovecha de ello. Los saben los del PP, lo saben otros de signo diferente, que con otro collar, de forma inconsciente probablemente, sirven a los mismos intereses, los mismos amos.
Las propuestas educativas inciden en la especialización, y no en la integración. El conocimiento debiera ser no especializado, pues lo otro, la progresiva especialización, conduce a la desintegración de la sociedad, al olvido de su tronco común y de sus raíces. A la pérdida, como estamos viendo, de nuestra capacidad de juicio, de nuestra tranquilidad. Al final a la locura.

Nuestra mirada externa –hacia el mundo– debe ser al mismo tiempo una mirada interna, hacia nosotros mismos. El mundo nos debe servir de espejo en el que poder mirarnos y corregirnos, para poder transformarnos y elevarnos. La formación que reciban nuestros alevines tiene que ser integradora de las distintas facetas de la persona en una, la esencial, la que le da dominio personal sobre su vida; integradora también de las distintas personalidades, diferentes, que ya no pretenden obtener el poder restándoselo a los demás, pues lo obtienen de ellos mismos.
Pero eso no interesa, lo que interesa –lo dice el preámbulo de la Ley Wert de Educación– es la «competitividad»
¿Lo entienden ahora, o es tan raro?

Necesitamos una personalidad, un ego, alrededor de la cual madurar, pero se trata esta de una personalidad prestada, producto de la cultura en que crecemos y condicionada por la visión de nuestros padres, de su religión, de la sociedad en general que nos cría.
Hemos de reconocer, por tanto, este periodo como lo que es, un mero periodo de formación básica que no debe hipotecar, en absoluto, nuestro desarrollo futuro. Que presenta una infinidad de posibilidades para ir descubriendo, debiendo desprendernos poco a poco de esa personalidad prestada, ese ego falso, para que pueda surgir pujante nuestro verdadero yo.
Madurar no es crecer en edad, sino que supone tomar contacto con nuestro interior, debiendo abandonar para ello la protección de ese caparazón exterior, protectory necesario durante nuestros primeros años de inconsciencia, o menor consciencia.
Siguiendo ese camino, empezamos a vivir la vida con mayor soltura, comprendiendo poco a poco mejor la naturaleza de las cosas, los frenos que tenemos y no son nuestros, que otros nos han impuesto; las etiquetas, falsas, que intentaban definirnos, que nos limitaban, pero que ya no podemos aceptar. Así, sin prisa pero sin pausa, vamos creciendo en inteligencia y experimentando la vida cada vez con mayor libertad y con alegría auténtica. No la que surge del entretenimiento superficial, sino de lo más profundo de nosotros.
La madurez, por tanto es, más que un proceso de adquisición, uno de vaciado, para poder experimentar otras realidades, menos atadas a lo material, más elevadas.
Durante este proceso, y respetando siempre nuestro libre albedrío, vamos cambiando y aquilatando nuestra valía personal. Unas veces a la luz de una reflexión serena, pero otras, y esto es mucho más habitual, con dolor, con sufrimiento, no gratuito ni destinado a mortificarnos, sino necesario para hacernos recapacitar, para transmutar lo que es erróneo en nosotros por verdad, por autenticidad.

¿SABEMOS QUÉ NOS UNE?

La familia, el matrimonio, la comunidad en que vivimos, la raza, religión, o cualquiera otra “seña de identidad” en que confiamos, aunque la puedan facilitar, no generan unidad. Muchas veces, en demasiadas ocasiones, dado además el tipo de vida que llevamos, son caldo de cultivo de división, de enfrentamientos y odios, algunos “inconfesables”, que muy bien se procura no trasciendan.
El vínculo verdadero, el nexo que nos aglutina, no es de tipo coyuntural, como dónde hemos nacido, qué amistades frecuentamos, sino de tipo permanente y firme en su operatividad. Eso que nos une, y todos lo sabemos íntimamente, aunque nos han educado para ocultarlo y sofocarlo, es el Amor.
Por otra parte, pensamos que lo contrario del amor es el odio, pero no es cierto. Lo contrario del amor es el miedo. Un miedo que se nos ha inculcado desde niños, enseñándonos a recelar de los otros, a inflarnos de necesidades y hacernos ver luego que no hay para todos, a competir y desconfiar del compañero que busca lo mismo o algo parecido a ti. Hemos crecido alimentando una ilusión de escasez y separación, de lo que algunos se han valido para intentar «sacar tajada», que se dice. Se han valido de nuestra división y del miedo alimentado para, como muchos conocen ya, controlarnos y explotarnos a su antojo. Qué pobre gente ésta…!
Así las cosas, nos hicieron creer también en valores como la seguridad, la comodidad (“sociedad del bienestar” que han llamado), que no se sostiene ya, en una «garantia de futuro».
Hemos vivido, por tanto, engañados y manipulados por el miedo, y ya es hora de despertar y confiar en aquello que verdaderamente nos une, y no lo circunstancial que he explicado antes.
Debemos confiar ciegamente en eso que, aunque suene cursi a muchos oídos (por no estar acostumbrados), lo quiero repetir alto y fuerte: El AMOR. Un abrazo a tod@s

La vida tiene, diríamos, distintas dimensiones. En una de ellas, vivimos exclusivamente preocupados por lo material, compitiendo y preocupados por conseguir bienes materiales, por el IVA y el «venía». Pero existe otra dimensión distinta, en la que empezamos a preocuparnos más por temas no tan tangibles. Si se practica la meditación con regularidad, se puede encontrar más lucidez sobre este asunto.
La meditación, o reflexión en estado de relajación, nos ayuda a saber lo que nostros, solo nosotros (pues hemos analizado y descartado todo aquello que es condicionamiento social) queremos.
Luego, podríamos hablar de experiencias, difíciles de trasladar a quién no las ha tenido, en las que, sin previo aviso, en un estado interno relajado siempre, nos inunda una paz en la que nos sentimos absolutamente dichosos. Que no se pueden provocar a demanda, sino donde más bien tenemos que estar abiertos, y esperar. Son éstas experiencias, que nunca se olvidan, las que te reatifican en el camino. Un camino que, como dije antes, deja de ser material, salvo para lo báscico, y para cumplir con tus responsabilidades familiares o de otro tipo.
Animaría a la gente a experimentar y entrar en esta otra dimensión de vida, a tener fe. Pero no una fe como nos han vendido los curas, de «creer en lo que no vemos», sino otra distinta, que es necesaria en el comienzo para no desistir en la búsqueda hasta encontrar ese camino. El propio, siempre. Sin guías impuestos, salvo los que cada uno reconozca como más sabios, y le pueden aportar más lucidez en el discurrir de tu vida.

El modelo de desarrollo social ha fracasado, porque hemos confiado en una clase política que ha ido menguando en compromiso social a la vez que obedeciendo la voz de amos ciertamente sospechos.
Curiosamente, en vez de tomar el toro por los cuernos, aceptar nuestro fracaso y empezar a responsabilizarnos, una mayoría de gente desconfía de sus fuerzas, o tiene miedo de afrontar esta situación. Seguimos dejando hacer al mismo equipo político-económico que nos ha defraudado, cuando todos los indicadores sociales creíbles y nuestra intuición nos dicen que nos vamos directamente a «freír espárragos».

El tiempo se está esfumando y dentro de poco no habrá margen de maniobra, pues habremos fundido el Planeta, preocupados como seguimos de otros temas «más urgentes», como los económicos, sociales, etc…
El ejemplo más claro es China y su expansión económica, sin querer bajar el pistón de la contaminación y con unos esquemas de neo-capitalismo comunista que sobrecogen.

No sabemos cómo se hará, pero aun así tenemos que empezar a dar pasos y confiar en que el camino correcto se nos va a ir descubriendo, según vayamos avanzando. Lo cierto es que si no cambiamos, si no nos ponemos manos a la obra en algo que nos aglutine, que vaya sirviendo de ejemplo a la vez a otros para poder cambiar de carril la vía de este «progreso», el futuro será imposible. Hemos de cambiar esquemas y asumir la responsabilidad delegada en la troika político-económica corrupta.

Tenemos que sacudirnos el miedo, y poner todo el «corazón» en ello, confiando en que esa Inteligencia que mantiene en equilibrio la vida y los planetas, guíe también nuestra intuición a tiempo y reconduzca la situación hacia una nueva manera de vivir, donde el ser humano pueda ser feliz y no esclavo de su insolidaridad y su avaricia. Debemos contagiarnos y conseguir lo que parece con los viejos esquemas mentales imposible: ¡una explosión de responsabilidad compartida y de consciencia!

El arrobo por la superficialidad es seña de identidad de esta sociedad nuestra que dice, de boquilla, suspirar por cosas más elevadas, pero que vive muy pendiente y apegada a la superficie. Con mucha discreción, eso sí, no vaya a ser que se sepa, que otros sepan lo que pienso y siento, lo que yo soy. Que no se adapta en ciertos aspectos sensibles a lo que los cánones sociales dictan, y eso, claro, «no me lo puedo/podemos» permitir. Por «discreción».

Tan preocupados por defender (y adornar con arrogancia algunas veces) nuestro falso «ego» (la imagen social, aceptada por familia, sociedad y “el otro” en general) estamos que hemos dejado en el fondo de nuestro ser, sin alimento, a nuestro ego real, aquel que auténticamente somos. Nuestra discreta esencia que diríamos.

Es inútil, por tanto, engañarse, e inútil pretender aparentar lo que no somos. Porque además al final todo sale a la luz. Una Luz que, si es veraz, no culpa ni critica nunca, sino que sirve para transmutar lo falso, en auténtico.

El estudio psicológico de la personalidad apunta a que cada uno de nosotros vivimos preocupados, en exclusividad que diríamos, por nuestra propia imagen. Una imagen que, a menudo, si miramos con nuevos ojos, no es la auténtica, sino meramente superficial. Sirve solamente para «el escaparate».

Los medios de comunicación, sustentados por el poder económico gobernante, están, diríamos que secuestrados, por el miedo a quedar huérfanos, sin finaciación.
La conciencia del ser humano, que es amor en acción, y que espera ser expandida, se encuentra en este momento con una pared de miedo.
El miedo se plasma, en mayor o menor grado, en los telediarios al uso y alimenta, salvo honrosas excepciones, la programación televisiva. Por cierto, arma letal de primer orden.
La radio, permite un contacto mayor con la gente, con las personas, con su pensamiento, y escapa más al control por el miedo, entiendo yo, que las televisiones.
El momento que estamos viviendo, para muchas personas es dramático. Estamos, por ello, en la obligación moral de perder el miedo, de arriesgar, de aglutinarnos, de centrarnos en nuevas soluciones.
No podemos, como diría Einstein, salir de ésta haciendo las mismas cosas, sirviendo a los mismos intereses.