El martes pasado, después de mucho tiempo volví a ver a una buena amiga, irreverente urbanita, que tras los saludos de codo pertinentes me soltó: “No sabes las ganas que tenía de volver al pueblo”. Mi respuesta fue automática: “¿Pero no se está tan bien en la ciudad?”. Este sábado he podido comprobar como las calles de mi pueblo se volvían a llenar de irreverentes urbanitas como mi amiga,  que volvían a la casa de sus padres, de sus abuelos, a su propia casa en resumidas cuentas, después de más de un mes de encierro urbano en la capital. Algunos me contaron que les daba cierto miedo volver porque les pudieran tachar de irresponsables, de que no puede ser, de que así no se va a ningún lado y en enero estaremos todos encerrados por su culpa. Ni caso… venid. Os lo pido por favor, venid. No os pido que vengáis de un modo responsable y cuidadoso, porque doy por hecho que así será. Porque no venís a contagiar a nadie, sino a ver a vuestros padres y abuelos que, como es obvio, son las últimas personas del mundo a las que querríais contagiar. Venid. Dadles una alegría y dádnosla a todos. No perdáis el vínculo que os une con las calles del pueblo que os vio crecer. Con ese pavimento que manchasteis en vuestra infancia con sangre de vuestras rodillas, y de los codos con los que hoy nos saludáis. Con esa tierra que llenaba el hueco entre vuestras uñas y el dedo cuando volvíais a casa después de una tarde de aventuras en la huerta de la que salisteis, y que ya forma parte de vosotros.

Venid y llenad nuestro pueblo que es el vuestro, de sonrisas veladas tras un trozo de tela que ya forma parte de nosotros. Sonrisas que no se ven, pero que no cuesta intuir a través del reflejo en los ojos de vuestros familiares y amigos. Venid porque aquí nunca seréis forasteros y siempre seréis bien recibidos. Vuestro pueblo os espera, porque de vosotros y de vuestros hijos, depende en gran medida que siga vivo. Os lo digo en serio. Con mascarilla, distancia y gel. Pero venid.